HERMOSILLO.- Emmanuel nunca pudo superar a Emmanuel. Quizá
nunca supo cómo. Quizá nunca lo intentó. Quizá, incluso, jamás se le ocurrió la
posibilidad de hacerlo. Ya una vez, muy joven, había recibido una cornada. No
se iba a arriesgar a una segunda. Mucho menos se va a arriesgar ahora, cuando
está a punto de cumplir 65 años. Eso quedó muy claro anoche.
Sábado 18 de enero de 2020. Emmanuel arranca —pasaditas las 22:00
horas— su actuación en la Plaza de Armas de Álamos, durante la XXXVI edición
del Festival Alfonso Ortiz Tirado. La gente lo ha esperado desde muy temprano.
Hay quienes llegaron al mediodía y se instalaron, con sus propias sillas y
bancos, muy cerca del escenario. La mayorías son mujeres de 40, 50, 60 años.
Podría uno preguntarse si no es mucho, para ellas, acampar en pleno centro de
Álamos por más de ocho horas. Pero de inmediato salta un matiz: si han debido
esperar varias décadas para ver en vivo a Emmanuel, ¡qué más da pasar a la
intemperie el equivalente a una jornada de trabajo!
Sí, también es verdad que Emmanuel ya cumple el principal requisito
(tener más de sesenta años) para sacar su credencial del Instituto Nacional de
las Personas Adultas Mayores y que, por lo tanto, ya no posee aquellos 30 o 40
años que rondaba cuando estaba en la punta del éxito, pero, ¡qué importa!, a
estas alturas Emmanuel sigue cantando lo mismo que en aquellos días, un tiempo
en el que esas mujeres que ahora lo aguardan con heroismo tenían 15, 20, 30
años y lo escuchaban en la radio, lo veían por la televisión y hacían sonar en
su grabadora o tocadiscos eso mismo que se escuchó anoche. No falla: “Este terco corazón” (1980), “Esa triste
guitarra” (1980), “Insoportablemente bella” (1980), “Todo se derrumbó dentro de
mí” (1980), “Toda la vida” (1984), “La última luna” (1988), “La chica de humo”
(1988), “Hay que arrimar el alma” (1993), “Tú y yo” (1996), “Sentirme vivo”
(1999), “Es mi mujer” (2000), “La vida caminaba sola” (2007), entre otras.
UNA PODEROSA INDUSTRIA
Dice la biografía de Jesús Emmanuel Arturo Acha Martínez (conocido,
simplemente, como Emmanuel) que en sus inicios quiso ser torero, como su padre,
pero una cornada lo obligó a cambiar de opinión. Así que con apenas 20 años
empezó a subir muy aprisa peldaños como cantante. Y se encontró, arropado por
gente como Pedro Vargas, con una poderosa industria de radio y televisión en
los años ochenta y noventa en México, que lo fue esculpiendo a su modo, como lo
hizo con otros cantantes, como José José, por ejemplo, o Juan Gabriel. Así que
para qué moverse, para qué enfrentar al toro de nuevo y arriesgarse a una nueva
cornada que lo desubicara del estandarizado gusto de las masas.
Ese gusto estandarizado es el mismo que Emmanuel supo complacer anoche.
El del adolescente que, acaso estimulado por el frío, abrazaba a su novia
mientras ella bailaba una suave balada de la que parecía no conocer ni la
letra. Mientras, a su lado, una mujer madura se la veía conmovida casi hasta
las lágrimas. Aún así, se daba tiempo para enviar por Messenger de Facebook,
desde su celular, un emotivo comentario que resultaba casi público gracias a
que su pantalla tenía configurado el tamaño de fuente al máximo.
LA SORPRESA DE LA NOCHE
El concierto de Emmanuel no comenzó hasta que en el Palacio Municipal
el tenor Ramón Vargas (Medalla Alfonso Ortiz Tirado 2020) dio fin a su
actuación. Emotiva. Cálida. Llena de aplausos y dos piezas más fuera de
programa. Como fuera de programa fue su presencia, más tarde, en el escenario
de Plaza de Armas, al lado de Emmanuel.
—Les tengo una sorpresa —dijo Emmanuel a su público—. Hoy me acompaña
un personaje de México que ha llevado su voz por todo el mundo. Ramón Vargas.
Es el cantante de ópera más importante que existe hoy en el mundo. Es un
orgullo y satisfacción para los mexicanos. Esto que vamos a hacer se nos
ocurrió hoy en la mañana, mientras tomábamos un café. Nunca lo hemos hecho.
Enseguida, sonaron algunos aplausos. Tímidos. Muchísimo menos intensos,
estaba claro, que aquellos que se habían escuchado, minutos atrás, en el
Palacio Municipal, al terminar la actuación de Ramón Vargas con la Orquesta
Sinfónica de Sonora. Y eso que se necesitarían varias decenas de palacios
municipales para albergar a toda la gente que estaba colmando, casi hasta sus límites,
el escenario de la Plaza de Armas.
Emmanuel y Ramón Vargas se arrancaron cantando, entonces, “Este terco
corazón”.
—¿Les gustó? —preguntó Emmanuel a su público—. No escuché el aplauso
—les dijo.
Y nuevamente juntos entonaron “Esa triste guitarra”. Volvieron a sonar
unos aplausos, no muy convencidos aún. Al día siguiente, durante un desayuno
con colegas, la perspicaz reportera de Canal 11, Saraí Campech, contaría que
ella pudo ver cómo varias personas, al escuchar el nombre de quien cantaría con
Emmanuel, comenzaron a guglear “Ramón Vargas”.
Pero, como toda sorpresa, pasó pronto. Y para recuperar el ánimo,
Emmanuel cantó la canción más bailada, coreada y gozada de toda la noche, que
han hecho suya varios grupos norteños: “Yo tengo una yaquesita que quise mucho
en Sonora/ y cuando ella baila cumbia el que la ve se enamora...”. Incluso tuvo
que repetirla. “Me equivoqué y ni se dieron cuenta”, dijo. Cuando la terminó
completa, en su segundo intento, una veinteañera reclamó a quien quisiera
oírla: “La de `La chica de humo’ ni la canta”. Y si antes estuvo bailando sola,
hermosa, “La yaquesita”, enseguida corrió a refugiarse en los brazos de un
hombre ya entrado en años, ¿su padre?
SIEMPRE LO MISMO, NO FALLA
Después de un par de canciones en las que el público aprovechó para
beber y conversar, Emmanuel, vestido de negro y con un saco de brillantes
chispas, dio un giro y de su voz salieron, otra vez, las canciones de siempre,
esas que el público corea mientras eleva sus dispositivos electrónicos para
captar el momento entre cientos de cabezas ajenas: “Todo se derrumbó dentro de
mí” o “Insoportablemente bella”. El éxtasis se había elevado de nuevo. Así que
cuando Emmanuel acometió “Tú y yo”, una mujer (acaso de unos 30 años), le
gritó: “Aquí estoy, mi amor, sí vine...”.
Cerca de ahí, otra mujer, una despistada y guapa señora, preguntó: “¿Ya
cantó `La chica de humo’?”. “Uy, desde hace rato...”, respondió, sin saber
quien había hablado, un señor. La guapa mujer se lamentó y lanzó una expresión
de rabia. “¿Pues dónde andaba que no la oyó?”, le inquirió, ahora sí
directamente, el señor. La mujer guapa le dijo: “Fui a llevar a mi hija al
hotel porque ya estaba cansada”. Alguien por ahí le replicó, para consolarla:
“Eso pasa con los bebés, ni modo. ¿Cuántos años tiene la pequeñita?”. “¿Cuál
pequeñita?”, respondió enojada la mujer guapa y fanática, “¡ya tiene 17 años!”.
Y explotó: “¡Pero eso sí, yo tengo que estar oyendo su porquería de música todo
el día!”.
En esas estaba la mujer guapa y enfurruñada, cuando alguien gritó,
ufano: “Ahí viene… Va a cantar `La chica de humo’… Siempre cierra con ella. No
falla”.
Aunque no fue, por cierto, la última pieza que entonó Emmanuel al
presentarse en el FAOT, a la guapa mamá de la adolescente cansada todo el
coraje que tenía, eso sí, se le olvidó de un plumazo.
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