HERMOSILLO.- El sentimiento es analogía de una mariposa
que revolotea en la mirada. El arco que insiste sobre las cuerdas se
multiplica. Son gotas de lluvia que tocan el suelo, conclusión del niño que
mira y cuchichea al lado de su madre.
De pronto el canto en otro idioma que no es el nuestro sugiere un dolor
profundo.
Es la música a la que acudimos, porque la convocatoria se nos muestra
preciosa. Es en contexto del Festival Alfonso Ortiz Tirado (FAOT) 2020. Es en
el Teatro de la Ciudad de Casa de la Cultura de Sonora, en Hermosillo.
Héctor Acosta mueve el mundo que le rodea. Desde la batuta orquesta a
los integrantes de la Filarmónica de Sonora y al Coro de Cámara de la
Licenciatura en Música de Universidad de Sonora (Ars Antiqua). Stabat Mater de
Karl Jenkins es la pieza que se interpreta en este colectivo de voces e
instrumentos.
Al centro del escenario, David Norzagaray construye desde el golpe de
sus manos. Las percusiones son su vocación y presto fluye en las indicaciones
del director. Qué magnánimo se dibuja el tono ante la sutil y trascendente
presencia de un golpe, o dos, los necesarios para decir arte en sonidos.
Al centro en proscenio, de pronto el rumor de flauta en el talento de
Arnulfo Miranda, acompaña el canto en la
humanidad de Paloma Ledgar. Es justo ahí cuando el espectador sabrá, por el
tono dramático, los matices y variaciones que imprime en sus versos, que la
historia que nos cuentan tiene qué ver con la desolación.
Ya sobre el recorrido del programa, la mezzosoprano Liliana Dosamantes,
también al centro de proscenio, da continuidad al guion, la inefable pulsación
de la voz que por sí sola es un instrumento que rescata Stabat Mater, oración
del siglo XIII, abreviatura de La madre estaba de pie.
Así es la música y su virtud. La vigencia perenne. Comprender en notas,
presenciar el concierto y dar cuenta que lo que ocurre en el escenario algo
tiene que ver con la tristeza. Y la alegría. Porque la intuición del espectador
ejerce su función, ¿si no qué sentido tendría que los músicos interpretaran sin
la disposición de oídos y miradas?
La acertada diversidad de instantes. El tono sutil que emerge del
contrabajo en la interpretación de Francisco Jaime, ¿cómo pude ser posible que
un solo movimiento en su tiempo justo, emocione tanto?, me pregunto cuando ya
el deseo de llorar me rebasa las compuertas de las manos en el rostro.
No quisiera un texto donde parezca ser cursi. Pero el privilegio de una
butaca me advierte que la guerra de todos los días no la podríamos librar sin
la existencia de la música. Por eso esta confesión me parece necesaria y como
un acto de reiterada gratitud.
Pude ver, al salir del teatro, a un indigente besar el hocico de su
perro. La máxima ternura. La emoción que se vuelca en similitud de la oferta
del concierto previo. Más adelante una señora de piel morena y de a pie, me
preguntó si ese camino que va derecho la llevaría a Tijuana. No estaba
bromeando, la música de sus palabras también contaban notas de soledad.
Ocho siglos después la vida nos sigue pareciendo un misterio con sus
dolores siempre puntuales. Y la música: oración indispensable.
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