ÁLAMOS.- Pienso que si esta noche los muertos del
viejo cementerio deciden levantarse como extras de una película de George
Romero será muy difícil huir entre el camino de tumbas mal trazado. Así que me
resigno y continuó el recorrido por el camposanto de la llamada Ciudad de los
Portales.
Minutos antes para poder ingresar al panteón, tuve que rodear la barda
descarapelada en busca de una entrada, porque aunque me dijeron que el velador
estaría esperando, no estaba.
Le notifiqué al uniformado que solo daría un recorrido y que ya tenía
permiso. No averiguó mucho y me dejo en paz. Empecé a deambular. Lo primero que
llamó mi atención el mausoleo de más de cuatro metros de alto que alberga los
restos de Bartolome R. Salido, uno de los benefactores de la ciudad, rodeado de
criptas de un metro de altura debido a una vieja costumbre de enterrarlos uno
encima de otros. El aire empieza a golpear las hojas de las grandes palmeras
plantadas entre los recovecos del panteón. Los faroles que han puesto en
algunas partes le roban oscuridad al camposanto, pero también crean sombras
extrañas.
Al voltear me encuentro a un perro mestizo con el pelambre negro como
chapote, sentado en sus cuartos traseros. No me asusto, simplemente evoco a
Mariana Enríquez y su libro “Alguien camina sobre tu tumba”. Una serie de
crónicas que la escritora argentina realiza sobre los diversos cementerios que
ha visitado, un gusto que cumple en la mayoría de las ciudades que la invitan.
Durante su visita a un cementerio de Guadalajara, aquí en México, un perro
negro, animales a los que le tiene fobia, por cierto, no dejó de gruñirle y
pasearse sobre las tumbas. Mi aparición no me enseña los dientes. Ni siquiera
me ladra. Eso sí, va a acostarse sobre un sepulcro sin placa que identifique a
su morador como si fuera una confortable cama de un lujoso hotel.
Giro mi cabeza a varios lados en busca del dueño. Porque espero que lo
tenga, si no empezaré a creer que en vez de un can es un nagual. Al minuto
aparece un hombre. Me ve con cara seria. Espero a que se presente y no se
desvanezca. Sucede lo primero. Se llama Fernando Vega. El peludo compañero es
Dexter. Sí, como el sicópata policía de la serie televisiva norteamericana.
Lleva 25 años trabajando de velador, me cuenta Fernando. Aunque es albañil de
día, y en varias ocasiones le ha tocado hacerla de sepulturero, afirma que no
le gusta. Te roban mucha energía. La gente llora, no permite que le pongas la
loza de cemento, te piden que lo dejes más tiempo ahí, reconoce y mueve la
cabeza de un lado a otro apesadumbrado. ¿Espantos?, no, mejor pido que se me
aparezca Diosito o un ángel, ¿muertos para qué? Se carcajea. Aunque una vez
durante un recorrido por la noche descubrió vio lo que parecía un hombre
encorvado e inmóvil en medio del panteón. Se fue acercando poco a poco. No pudo
negar que suspiró aliviado cuando descubrió que era solo un árbol plantado en
una maceta por unos visitantes durante esa tarde.
Fernando cree que está curado de sustos porque antes, cuando estaba más
chamaco y el pueblo no era lo que es ahora, es decir, más alumbrado, ahí si
daba miedo. Recuerda que las puertas chocaban, cuando llovía los truenos caían
bien feo, las covachas sí eran tétricas y en los callejones serpenteaban las
penumbras, dice mientras nos encaminamos a la salida después de deambular
juntos por más de una hora. La reja suelta un chillido semejante a un grito
lastimero cuando la empuja. Puede volver cuando quiera, me despide Fernando a
un lado de Dexter. Espero que sea en mucho tiempo, le contesto mientras
estrecho su mano fría.
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